lunes, 29 de agosto de 2011

Pez diablo

Hay en mi tierra, o más bien en las costas de mi tierra un singular pez, al que en vez de aletas, tiene una especie de manos parecidas a las de un tlacuache. Los pescadores sostienen que poco antes de un huracán y durante éste, el pez sale del mar y trepa en las palmeras colindantes donde excavan, en la parte superior, un pequeño orificio donde beben una suerte de licor. La gente del lugar los llama “diablos de mar” porque el rostro de este extraño pez tiene un lejano pero inquietante parecido al de un humano. Los pescadores, me dicen, que el cuerpo de este animal –que no sobrepasa los 20 centímetros- es de color negruzco, de ojos con una pupila roja. En la parte correspondiente a la cabeza, en la parte superior, le crece una especie de cabello y el resto es como todo pez: cubierto de escamas. Tiene afilados dientes, en dos hileras, como los tiburones. Si llegan a morder aun pescador, éste muere indefectiblemente. Dada su constitución, ningún marinero se atreve a pescarlo pues consideran que es de mala suerte. Si acaso llegaran a atraparlo en la atarraya, lo sueltan inmediatamente, cuidándose de no ser mordido. Pero eso no ocurre con frecuencia, solo de vez en cuando, pues suponen que vive en los abismos oceánicos. Dicen que su mirada es diabólica por el color encendido de su pupila. Luego del huracán, el pez yace a veces debajo de la palmera completamente ebrio pero nadie se atreve a tocarlo. Después de un par de horas, mientras los hombres de dedican a reparar los daños ocasionados por el meteoro, el pez se despierta y se introduce nuevamente al mar aún proceloso. La gente de mar prefiere no hablar de este ser inenarrable. Por supuesto aún los biólogos marinos no lo han descubierto, por tanto no está catalogado y dudo que encuentren una nomenclatura para semejante ser. Hoy servicio meteorológico ha pronosticado un huracán. Es la gran oportunidad de encontrarme con este pez. Por lo pronto subiré con ayuda de cuerdas a la punta de una palmera y horadaré para probar el licor que mana para descubir la esencia de este animal.



miércoles, 24 de agosto de 2011

Delisbe

He despertado deletrando tu nombre, que nombra lo más querido: libros, flores, animales, piedras, acaso un vino aun no conocido pero que tu nombre improntará en el orbe. Solo tu nombre habrá de magnificar lo simple y descomplicar lo complejo; de atomizar el universo y expandier cualqueir pensamiento...

martes, 23 de agosto de 2011

Oso polar*

Moises Villavicencio Barras*

Desde la noche amé

la ternura del hielo

bajo mis patas.

Su claridad fue el horizonte

y el hermano que busco.

Amé todo lo que se movía

sobre sus costillas

de pájaro en el aire hambriento:

la gaviota,

el león marino.



Así desde la noche,

el aire me traía ciudades

de las que mi madre habló.



Moises Villavicencio*

La ternura del hielo,

sus edades,

se derriten bajo mis patas.

El mar se abre

como la espalda

de una foca cayendo en el abismo.

*Poeta y narrador (Oaxaca, 1970). En 2001 se publicó el poemario "Mayo entre voces". Algunos poemas forman parte de varias antologías. Colabora en periódicos y revistas locales y nacionales. Poemas suyos también han sido publicados en E.U y Canada. Radica en la ciudad de Madison, Wisconsin.

lunes, 22 de agosto de 2011

Otra trastienda

Toda trastienda tiende a convertirse en un mundo indivisible y único. Lo sabemos tras cruzar el umbral. Un policía en el ejercicio de sus funciones queda lisiado y el ayuntamiento municipal le otorga una pensión de 160 pesos quincenales. Una mierda. Un funcionario público lo apoya y logra una ayuda más sustancial. Insuficiente. Una mierda.
La tienda se llama La Pequeña. Todo es pequeño en el universo de los pobres. Una cerveza es una desmesura. Ni pensar en una cantina. La exuberancia botánica se reduce a unos menguantes cacahuates y una alta cuenta de algunos cientos de pesos. Una mierda.
Junto a la tienda, una sábana como cortina separa la recamara. Hace 15 días lo asaltaron. Un tipo llegó cuando su mujer no estaba. Le colocó una bolsa negra de plástico para que no los identificaran. Entraron tres tipos más. Sus hijos, de entre cuatro y tres años, se escondieron. Toda una mierda.
Aparte de los documentos oficiales, le robaron la magra pensión, el dinero de la venta del día. Quizás hasta mercancía. No fue el robo per se, sino la impotencia. Detrás de su mirada había una cristalina mirada de oprobio y denuncia. Una oquedad parecida a la soledad. Una mierda.
Es un hombre grande en su pequeñez. Un inválido. Asistido por su mujer, pequeña, frágil y fuerte a la vez, lo sostiene y lo mantiene en su silla de ruedas. Es un coloso que mira de frente a la gente. Obstinado seguramente mirará de frente. Y todo a su alrededor, una mierda.
A la tienda llegan sus ex colegas, solidarios compañeros que apoyan comprando caguamas, cigarros; animando una tarde que siempre se convierte en triste cuando llega la noche. Una solidaridad ausente. Una mierda.
Llega el de la coca, la pepsi, la leche… desde la silla el hombre atisba por encima del hombro de los contertulios y manda al pequeño a cumplir con alguna tarea: cobrar, dar cambio, llevar algo, servir una cerveza al padre… Una mierda
El constante trajín de autos en el centro de la ciudad inunda ese pequeño espacio. Más allá del medio día, cuando los rayos solares resquebrajan el aluminio del techo y hacen sonar falsas campanadas, un viento apacible se estanca, potencializando el calor. Una mierda.
Y ante un patio lleno de cubetas, desechos de todo tipo, olores que recuerdan otros tiempos y otros lugares, acaso el fragor de una última batalla etílica, los mezcales reverdecen no solo el sentido gustativo de quien lo prueba, sino muchas sensaciones ocultas tras el insomne sueño ébrico. También una mierda.



jueves, 18 de agosto de 2011

Zoografía


Plaquett con relatos sobre bichos y alimañanas (nada que ver con política): hormiga, zanate, cuija, murciélago, luciérnaga y chinche

martes, 16 de agosto de 2011

Breve guia del mezcal


En esta Breve guía del mezcal, Ulises torrentera hace una síntesis y amalgama el imprescindible libro Mezcalaria, cultura del mezcal, así como Miscella mezcalacea, a partir de un texto aparecido en una ya legendaria publicación, Guia del buen bebedor (Gatuperio editores)
No conforme con ello aporta nuevos conceptos sobre la cultura del mezcal que, sin duda alguna, será para legos y conocedores una suerte de introducción a este mundo ébrico, como el autor lo denomina.
Con un estilo preciso y elegante, Torrentera ofrece al lector una forma diferente y personal para conocer la historia y cultura del mezcal que habrá de servir no sólo a los conocedores de esta bebida mágica, sino también a quienes pretenden comprender y compenetrarse en el conocimiento del mezcal.
Ulises Torrentera es, además de los títulos ya referidos, de Zoografía, todos ellos por Farolito editores y ahora en coedición con Bosque de helecho editores.

Contraportada

Para adquirir ejemplares, comunicarse a: utorrentera@hotmail.com

La Alborada

Recorrer las cantinas de una ciudad es elaborar una cartografía oculta para el resto de los seres humanos. Es entrar a un espacio donde el tiempo se detiene o, por lo menos, adquiere otro sentido. Los seres que las habitan, cantineros, meseros, cocineras y parroquianos pronto conforman una cofradía.
Tal hermandad cambia de cantina a cantina pero el elemento de una, puede integrarse a otra sin perder su personalidad. No tarda mucho en adquirir nuevos hábitos, imperceptibles para el resto y aún palabras claves que remiten a un hecho concreto, a un personaje, a una anécdota.
O bien, sucede que si un cantinero cambia de cantina o funda la propia, es seguido por parroquianos fieles; o bien, lo habitual, cuando un parroquiano cambia de cantina pronto es aceptado y arropado por la nueva hermandad a la que se adhiere sin ceremonias ni iniciación. Eso resultaría demasiado escabroso, demasiado extraño y, qué duda cabe, bastante estúpido.
Así, las cantinas se renuevan y un nuevo ciclo comienza, inadvertido pero inexorable; gradual al principio mas permanente. Los ciclos se superponen, de ahí que resulten casi imperceptibles aún para el propio propietario que a la vuelta de los años advierte los cambios: la muerte de uno o más parroquianos, ausencias permanentes, deserciones, parroquianos que de pronto se convierten a la sobriedad…
En cambio, nota la presencia de nuevos parroquianos que se vuelven habituales, que lo nutren de nuevas historias, de inflexiones gramaticales, chistes, anécdotas… un nuevo ciclo que pronto habrá de cerrarse para dar paso a otro y así sucesivamente hasta que el fundador fallece entregando la estafeta a una nueva generación, generalmente su hijo, quien además de saber del negocio, conoce a los parroquianos. No solo hereda un negocio, transmite una tradición.
En una de las últimas calles de Rayón, detrás del templo de Los Siete Príncipes se encuentra una cantina de vieja raigambre, La Alborada. Una pequeña barra en donde suelen acomodarse hasta seis personas sentadas y quizás hasta tres paradas.
Luego, tras traspasar dos puertas batientes ubicadas sobre la calle, una primera estancia con unas seis mesas y después, tras pasar por un umbral sin puerta, otra estancia más amplia. Junto, la cocina y después el baño. El de mujeres está en un patio, al fondo.
Sin embargo, lo distintivo de esta cantina es la reproducción, en líneas metálicas, de una caricatura de su fundador, el señor Heredia, realizado por el ya desaparecido caricaturista Manolo Aguilar. Dos o tres fotografías de arte y luego un distintivo deportivo que delata la afición del propietario.
Diariamente está concurrida y, como en la mayoría de los llamados centros botaneros, a cada ronda se sirve una botana, que cotidianamente cambia para no hastiar a los parroquianos.
Toda cantina tiene un tipo específico de clientela, la de La Alborada no es la excepción. Con algunas asistencias, he empezado a conocer a algunos de sus asiduos. Y los jóvenes meseros y su actual propietario, Horacio Heredia, pronto saludan de nombre y estrechan la mano a un nuevo cofrade.
Hay, por supuesto, camaradería y las bromas entre parroquianos de mesa a mesa suben de tono sin llegar a la agresión. Hay bullicio y algarabía. Quien no participa de las bromas no es molestado y se le respeta. Ya lo dice el proverbio, quien se lleva, se aguanta.
Para alguien no acostumbrado a las bromas subidas de tono, el lugar pudiera resultar un tanto grosero pero es necesario armarse de paciencia y pronto lo que al principio parecía un despropósito, se convierte en motivo de regocijo, aún cuando no se participe de ellas.
Pocos, es cierto, son los parroquianos jóvenes, lo que convierte a La Alborada en una cantina tradicional. Sin embargo hay excepciones, cuando por ejemplo se transmite algún partido de futbol importante. Entonces el lugar se atiborra de personas de toda edad.
De vez en vez acuden mujeres acompañadas de algún parroquiano. Todos, sin excepción se portan caballerosos y respetuosos con ellas. Pero pese a que está permitida la entrada de féminas sin restricción alguna, La Alborada es una cantina para varones. Qué se le va a hacer.
De cualquier manera a la tercera ocasión que se le visita, parroquianos y personal pronto saludan familiarmente a quien llega. Ya en confianza, La Alborada se convierte en un lugar imprescindible para visitar y degustar bebida y botana con nuevos amigos.


lunes, 15 de agosto de 2011

El Jinete

Ubicada en la última calle de J.P. García en el número 805, El Jinete cuenta con una tradición de más de medio siglo de atención de su propietario don Lino W. Lavariega Guzmán quien ahora ha delegado la administración a su hijo Melitón, actual presidente de la Cámara de Comercio en Pequeño, asociación que agrupa a la mayoría de las cantinas de la ciudad además de otras negociaciones de distinta rama.
Aunque se supone que la barra es el centro de toda cantina, en El Jinete lo es más. A diferencia de otras tabernas, su barra siempre está ocupada y pareciera que cada parroquiano tiene su lugar asignado, que es respetado por el resto de los contertulios, a excepción del recién llegado que desconoce la modalidad y a la que prontamente atenderá.
A partir del medio día poco a poco las mesas empiezan a llenarse. No pasa mucho tiempo para que El Jinete sea un bullicioso y animado lugar de conversación en donde los temas pasan de la política nacional a la doméstica, del juego de futbol por disputarse o de los acontecimientos notorios de sus centros de trabajo. Los tópicos son infinitos, como diversas son las personalidades que concurren.
El carácter de una cantina es la unión de dos influjos aparentemente contradictorios pero que se complementan: la atención prodigada por el cantinero y los meseros y la diversidad de personalidades que interactúan en un espacio determinado. Un conjunto de personas, aún cuando tengan intereses afines, se comparta de la manera más insólita. Una masa es impredecible, un grupo heterogéneo previsible. Y entre uno y otro grupo, el alcohol es detonante para lo festivo. La diferencia entre una masa en un espectáculo deportivo se comparta de distinta manera a una cantina atestada.
En tal sentido, el cantinero pasa a convertirse en árbitro de disputas y en mediador de diferencias pero fundamentalmente en contenedor de pasiones y excesos. Si el cantinero o cantinera se iguala con los parroquianos la situación puedo convertirse en caótica, lo mismo que si el cantinero toma al igual que sus clientes: no solo pierde respeto de sus parroquianos sino que también lo puede llevar a la bancarrota. El secreto del buen cantinero, si es que gusta de tomar, es acudir a otra cantina a departir con sus amigos; no solo obtendrá un buen descuento, sino que podrá perfeccionarse en el arte cantineril pues la observación es imprescindible para el aprendizaje de todo oficio y ser buen cantinero es un oficio que aparentemente no requiere esfuerzo pero quien así piensa se equivoca.
Don Lino Wenceslao arribó a Oaxaca proveniente de Zaachila cuando tenía entre 18 y 20 años y de inmediato inició como cantinero. Desde entonces a la fecha han pasado 52 años de atender a una variada clientela que acude con frecuencia por su buen trato y atención, cualidades que ha heredado su hijo Melitón Lavariega quien conoce todos los secretos del oficio de cantinero y además descuella como un eficiente dirigente empresarial.
Por si eso no bastara a cada tanda la casa ofrece una variada y suculenta botana que día a día se renueva para complacencia de los asistentes a El Jinete, una cantina de larga tradición ubicada, como dice la canción, en el lugar de siempre y con diferentes personas que hacen del lugar especial y único.














sábado, 13 de agosto de 2011

El Chato

Don Humberto Hernández Martínez no solo es un personaje en toda la extensión de la palabra, sino también una leyenda oaxaqueña; no sólo es el decano de los cantineros, sino un memorioso de las cosas y gentes de la ciudad. Probablemente su nombre no diga nada a muchos, lo más seguro es que casi nadie sepan su nombre, pero propios y extraños se dirigen a él, con respeto o cariño, como El Chato.
Como con en un coctel bien preparado y siguiendo las reglas elementales de la barra, un cantinero debe combinar una dosis adecuada de discreción, buen humor, diligencia y sentido común (lo cual es mucho, si se tiene en cuenta que ese sentido es poco común). El Chato agrega una pizca de paciencia y cortesía.
Inició a los 15 años como cantinero en el bar Carta Blanca, propiedad en ese entonces del español Guillermo Fernandez. Hoy a ese lugar lo conocemos como Bar Jardín. También ese establecimiento ha sido semillero de cantineros que se han independizado fundado sus propias cantinas, muchas de las cuales con el tiempo se han convertido en famosas.
De ahí salió el ya fallecido Salvador Sánchez Castro quien fundó La Guiralda que junto con el también fallecido David Guzmán Bielma, propietario del bar Superior y propio Humberto Hernández Martínez refundaron, por así decirlo, la Cámara de Pequeño Comercio dotándola de edificio propio. Aunque esa es una historia que merece tratamiento aparte, pues esa organización sesionaba en una oficina en Macedonio Alcalá, de ahí cambiaron al salón Reforma también conocido como Casino de Oaxaca, pasó después a Bustamante, en el edificio Montajes.
Luego de salir del bar Carta Blanca, estableció el bar Capri que abrió sus puertas en la esquina de García Vigil y Murguía. El Chato cuenta que una vez que el pintor terminó su trabajo en la fachada de su flamante bar le preguntó qué nombre le pondría. No había pensado en ese detalle y recordó que por ese entonces en la radio se escuchaba precisamente una melodía llamada Capri. El nombre surgió de una improvisación.
El Capri cambió de sede a la esquina de la cuarta calle de Porfirio Díaz donde estuvo largo tiempo hasta que vendió la licencia. Posteriormente se estableció en Margarita Maza usando El Chato como denominación. Actualmente y desde hace nueve años atiende el bar Salón de la Fama que fuera de Beto Villalobos, también conocido como Beto Palos, cuya historia bien vale la pena contarse aparte.
A sus 80 años muestra una vitalidad envidiable y sin duda alguna con una memoria privilegiada pues además de conocer parte de la historia de Oaxaca, es poseedor de más de un centenar de recetas de cocteles, muchos de ellos creación propia.
Lamenta que en la actualidad los parroquianos, pero sobre todo las nuevas generaciones, no sepan apreciar el arte de la coctelería como sucedía antaño. En tal sentido es menester mencionar, por ejemplo, que el cantinero preferido del escritor norteamericano Ernest Hemingwey, Constantino Ribalaigua, del Floridita, en La Habana, fue el que hizo famoso al Daiquirí. Muchos le atribuyen la invención de ese coctel sin embargo no hay constancia de ello.
No sin nostalgia pero sin resentimiento se queja de que ahora no hay gusto por el coctel. Lo atribuye a muchos factores, no obstante mantiene su sonrisa a toda adversidad. Se autodefine como cantinero no como barman, mucho menos como bar tander.
Hoy el bar tander es, ante todo, un malabarista que mediante piruetas elabora cocteles o bebidas preparadas donde lo que menos cuenta es el contenido. A esa modalidad se le llama Flair Tending: coctelería acrobática. Hay hasta concursos internacionales.
Para El Chato, supongo con certidumbre, eso es un mero juego, una representación teatral más que un servicio a la clientela. Él sabe qué bebida es la adecuada para un síntoma, un estado de ánimo, una dolencia -ya del alma, ya del cuerpo.
La sobriedad es distinción y El Chato lo sabe. En El Salón de la Fama -nombre que proviene de la afición del primero propietario al beisbol- no hay rocola ni televisor; abre de 11 de la mañana a las seis de la tarde. A ese bar se va a platicar, a convivir, a disfrutar de la compañía de los contertulios. Si se es inteligente una buena charla con El Chato. Claro, también su rica botana.
Como buena cantina en El Salón de la Fama hay una buena galería de personajes que llegan a tomarse unos tragos. Algunos solo un par y se marchan. Es un excelente lugar para citarse, tomar algunas copas y saludar a conocidos.
Las anécdotas vividas por El Chato son innumerables, se reserva el nombre de los protagonistas pero no tiene empacho en contarlas siempre y cuando no se identifique a sus actores.
No cabe duda, El Salón de la Fama es referente obligado para un itinerario ébrico en la ciudad de Oaxaca. No se puede pasar por alto ni dejar de conocer a El Chato, un personaje entrañable.





viernes, 12 de agosto de 2011

Mezcalería*

Tomar un buen mezcal en Oaxaca hasta hace poco tiempo era tarea ardua y fatigosa, aún cuando se estaba en la tierra del mezcal. Una paradoja que el visitante no entendía pese a las más inverosímiles explicaciones que pudieran esgrimirse para justificar tal despropósito. Aunque ahora parezca una broma, pocos establecimientos tenían un mezcal por lo menos potable, la mayor parte de las cantinas tenían en su contrabarra “mezcal de la casa”, que no era otra cosa que un mezcal aguadientoso o un aguardiente enmezcalado, como se prefiera.
Pero aún encontrando un establecimiento con esa bebida, no había variedad. Uno o dos a lo sumo: blanco y reposado. Así, había que recorrer algunos lugares, tántos como copas de mezcal se quisiera y a veces las cantinas no alcanzaban para mitigar la sed mezcalera que laceraba el paladar, que hacía noctivagar hasta que un nuevo día daba reposo al alma... para luego continuar la extenuante búsqueda que llevaba al degustador directamente a los palenques.
La decepción de muchos visitantes de diferentes nacionalidades era evidente ante la falta de lugares que expendieran variedades de mezcal. No concebían que en Oaxaca -el lugar infernal que Lowry mencionara en Bajo el volcán- careciera de la bebida local por excelencia. Percibían un fraude. No era para menos.
La única manera de paladear diferentes mezcales era coleccionándolos, atesorándolos a través de una amplia pesquisa en palenques y pueblos; otras veces esperando ansioso al proveedor que venía directamente del pueblo y, pocas veces, ser convidado por un mezcólatra reconocido.
De por lo menos diez años a la fecha la situación ha cambiado favorablemente para el consumidor, para el bebedor, para el turista. En restaurantes y cantinas, en tendajones y misceláneas, en antros y tascas de barriada puede encontrarse buen mezcal. No falta, por supuesto, el establecimiento que quiera dar gato por liebre, pero ello es algo inevitable.
Asimismo pueden adquirirse mezcales de diferentes marcas aunque, hay que decirlo, las más conocidas no necesariamente son las mejores. Pero hay productores y aún embotelladores que con visión, dedicación y auténtica devoción mezcalera ofrecen un producto legítimo y de calidad excepcional.
De hace cuatro años a la fecha nace Mezcalería, una taberna especializada en esa bebida. Rogelio Rojas, su propietario, ha creado un concepto integral: la construcción misma -a diferencia de otros establecimientos, la arquitectura se hizo ex profeso para la Mezcalería y no se adaptó como ocurre frecuentemente-, la decoración, la disposición de mesas, barra e iluminación que juega un papel preponderante. Un juego de luces que a un tiempo hace exultar al espíritu y en momentos invita a intimar.
Justamente la iluminación crea atmósferas, diurnas y nocturnas, que impelen a prolongar la convivencia. En Mezcalería, así a secas, la elegancia nace de la sencillez. El buen gusto no está reñido con la elegancia y la elegancia no es rebuscamiento ni estilización vacua.
La barra de Mezcalería es el paraíso de cualquier mezcólatra; la variedad de la cava es el sueño de cualquier mezcalier; las muchas botellas son pasión para el mezcófago más exigente.
Más de cien marcas y mezcales artesanales u orgánicos tiene la barra de Mezcalería, así que el parroquiano tiene para escoger. No basta, entonces, una sola incursión a este lugar ubicado en la calzada Porfirio Díaz en la colonia Reforma, es necesario visitarlo frecuentemente.
Probablemente a los puristas no pueda gustarle que el mezcal sea un ingrediente de algún tipo de coctel, pero para todos los gustos mezcaleros hay cabida en Mezcalería: el cantinero (o si se prefiere barman o como se estila recientemente bar tander) tiene una amplia variedad de cocteles a base de la bebida espirituosa a partir del maguey. No está por demás probar un coctel... no deja de sorprender, aún a alguien tan exigente en materia de mezcal como el que esto escribe.
Próximamente, informa Rogelio Rojas, Mezcalería se amplía a la cocina, la llamada cocina fusion y los comensales habrán de degustar algunos platillos a base de mezcal, además de una carta preparada para degustar los diferentes mezcales en el tiempo y platillo apropiado.
Mezcalería no sólo es una taberna, es un lugar donde se aprende a degustar y conocer una de las bebidas más sofisticadas del mundo. Quizás lo más interesante de todo ello es que la mayoría de los parroquianos son jóvenes dispuestos a tomar la estafeta de los viejos mezcólatras que ven así cumplido el anhelo de no ver perder una tradición.
Pero si no se está acostumbrado a esa bebida, no importa porque en Mezcalería existe un amplio surtido de otros licores.
No puede dejar de agradecerse que en Oaxaca, por fin, exista un lugar especializado donde se encuentren no solamente buenos mezcales, sino de diferentes regiones, magueyes, calidades y variedades.
Salud.

*Esta cantina ya desapareció.


jueves, 11 de agosto de 2011

Chinches*


Tanto que las flores se perfilaban por los senderos
nocturnos, y aunque pocas eran visibles
su historia resonaba más que el zumbido
de chinches y el chasquido de palos que alentaba al fondo,
convirtiéndolo a rastras en un nuevo hecho del día.
John Ashbery

Si voy a cines baratos me comen las chinches.
No tengo dinero para cines lujosos.
Jack Keruac


En Bajo el volcán, Malcolm Lowry describe el sufrimiento de su protagonista una noche, en un cuarto de hotel: el ataque de las chinches. Un extrajero no puede enseñarnos lo obvio. Quien ha padecido tales ataques nocturnos, en medio de un profundo sueño, sabe a lo que me refiero. Ocultas durante el día en las grietas de la madera, en las rajaduras de los muros, en alguna comisura de un mueble, las chinches (Cimex lectularius) afilan sus punteros que succionan la sangre de su hospedero mientras duerme.
Pero al poco tiempo de ser atacado, la persona se despierta con la sensación de una invasión tumultoria. Si las sábanas son blancas, a las chinches se les verá huir tan pronto se encienden las luces. A pesar de su tamaño, esta sabandija camina muy deprisa y se oculta con suma rapidez. No es para menos, sus patas están adaptadas para saltar, andar y agarrar. Hay chinches de campo pero sus mandíbulas y cuerpo succionador es apto para la obtención de savia de las plantas, por tanto son inofensivas a los humanos.
Se les persigue y pueden atraparse a varias chinches y cuando se cree que el problema ha terminado, apagas la luz para conciliar el sueño. Otra vez las chinches. Esta operación puede durar toda la noche. Cuando llega el alba, también las chinches se retiran. La historia se repiirá la noche siguiente. Hay quien, desesperado, decide quemar la cama y el colchón, pero ello resulta inútil pues las chiches también se resguardan en los lugares más insospechados de los muros o de otros muebles, incluso de los techos.
Las chinches despiden un olor característico y alrededor de donde incuban sus huevecillos secretan una sustancia parda, como sangre coagulada. Seguramente sea una combinación de sangre y un humor del insecto. El olor es un tanto repugnante. Pero si detectan esas manchas se llega a la guarida de ese vampirillo.
Si me pidieran en este momento un remedio o un fungicida para esta plaga nocturna no sabría recetarlo, en cambio podría decirle que una vez aplicado el veneno en los muebles es imperioso sacarlos al sol para que los huevecillos y aun las mismas chinches “se sequen” y no continúen reproduciéndose.
Así como las cucarachas, las ratas y los piojos, las chinches –más sigilosas, más discretas- seguirán al género humano hasta que éste se extinga. No es de dudar que algunas de estas especies sobreviva a los seres humanos. Creo, y así coinciden muchos, que lo sea la cucaracha. Finalmente no me importa, para entonces todos los reunidos en esta asamblea mundial habremos perecido.

*Del libro "Zoografía".

miércoles, 10 de agosto de 2011

La Farola

A Crecencio Escobar, in memoriam

La Farola es, sin duda alguna, una de las más famosas y conocidas cantinas de Oaxaca. Su ubicación en el Centro Histórico la convierte en un lugar de visita obligada para turistas. Antaño lo era para gente proveniente del interior del Estado durante el mercado semanal sabatino. Se desconoce a ciencia cierta la fecha de su fundación.
De acuerdo a algunos registros de la familia Escobar, a principios del siglo pasado La Farola era una accesoria sobre la calle de Las Casas y, hacia 1916, se muda en su actual emplazamiento, en la llamada Casa Fuerte que fuera un convento anexo al templo de La Compañía de Jesús.
En sus Crónicas (Oaxaca de hace 50 años) del José María Bradomín, publicado en 1976, apunta: “... al que podríamos considerar como el figón por excelencia era el de 'La Farola', de don Pepe Palacios, que estuvo y aún está en la tercera calle de 20 de Noviembre, y el cual era el centro de reunión de lo más granado del mercado grande, así como de artesanos y cargadores y uno que otro 'catrín' aficionado a las bebidas fuertes; y como en ese tiempo el consumo de licores en botella cerrada no era común en tales establecimientos, sino únicamente en las cantinas de postín, las bebidas se conservaban en enormes recipientes de vidrio, en forma de barril, de manera que en el mostrador de 'La Farola' se extendía una respetable hilera de esos recipientes que trasparentaban el color adquirido por el aguardiente según la fruta o yerba agregados al mismo, y así los había de diversos colores: claros los de aguardiente puro, verde pálido los de ruda, verde oscuro los de cedrón o 'yerba maistra', amarillos los de cáscara de de naranja, anaranjados los de tejocote, rojos los de granada, color café los de manzana y oscuro los de chabacano, tollos ellos 'amargos', según se les llamaba.
“Y no recordamos exactamente si en este figón se estableció la costumbre de obsequiar 'hojas' a los clientes, pero en muchos otros figones de barriada éstas era obsequiadas a las cinco de la mañana, por lo que era frecuente ver a los borrachitos consuetudinarios, embozados en el sarape y tiritando por la 'cruda', aguardando en las esquinas la apertura del figón para 'curársela', con su taza de calientes cogollos de naranja”.
Otro escritor, Carlos Velasco Pérez, es su memoria novelada Oaxaca de mis recuerdos, publicada también en 1976, describe su arribo a la capital del Estado proveniente de la Sierra Juárez. Aunque no precisa fechas, se puede establecer tanto por las descripciones como por la cronología del propio autor, que se trata de principios del siglo pasado.
En la novela, que por momentos recuerda al Lazarillo de Tormes y más a las aventuras contenidas en La vida inútil de Pito Pérez, de Rubén Romero, el protagonista, un travieso niño protegido por Filogonio Urdapilleta es enviado por éste de compras. Dice don Filo:
–Ve por el carbón y ocote para que pongamos café. Compras para ti dos hojaldritas y de La Forola te traes un marrazo de veinte vitos, con este peso de plata.
Describe, asimismo, los bajos fondos de un Oaxaca ya desaparecido, entre ellos el bar Carta Blanca que ahora conocemos como Bar Jardín. Según otra información, en La Farola se expende mezcal y sus “curados”, así como cervezas que poco a poco habrán de hacer desaparecer a las pulquerías. Un “curado” es característico del lugar, la “garapiña”, un mezcal fermentado con piña.
Quizás, pero eso habrá de investigarlo, sea en este lugar donde parte la expresión popular de echarse un “farolazo”, es decir un trago o copa de mezcal tomada al golpe.
Después de José Palacios, la cantina pasa a tener otro dueño, un empresario transportista que, después de algunos años, la vende a Crescencio Escobar quien la remodela en varias ocasiones y le da forma a como se conoce en la actualidad. Nuestro amigo muere días después de ver la cantina transformada, en 2003, año que su hijo Eder se hace cargo tanto de La Forola como de El Superior, otra cantina que también tiene su historia.
A La Farola, a lo largo de su historia, han acudido empresarios, políticos, periodistas y artistas. Como leyenda se cuenta que estuvieron los escritores Ernest Hemingway y Malcolm Lowry; acudieron los trovadores Álvaro Carrillo y Jesús Chu Rasgado, entre otros muchos artistas locales.
A mediados de la década de los ochenta, Crescencio Escobar da un nuevo giro a la cantina: la abre a presentaciones de libros. Recuerdo particularmente la presentación de un poemario del autor juchiteco Macario Matus. Fue un acercamiento doble: la cultura salió de los recintos institucionales y la cantina se convirtió en foro artístico; después hubieron otras, entre ellas las de César Rito Salinas y el que esto escribe, auspiciadas por Eder Escobar quien continúa la tradición heredada por su padre de apoyar a los creadores oaxaqueños.

martes, 9 de agosto de 2011

Yaya

Doña Yaya tiene una sonrisa encantadora. Vive en una vieja casona en el Centro Histórico; alargada y de dos patios interiores pequeños. Vive modestamente pero con dignidad. Su casa está situada en una cuadra donde abundan los llamados antros. Es la cuadra de los antros; la casa de doña Yaya es la excepción porque ahí recibe a invitados, no a clientes. Así trata a quien llega por primera vez.
La verdad uno se siente en casa. Es la segunda ocasión que acudo a esta casa, sin embargo la primera vez que me llevó el pintor Raúl Armenta no tuve la oportunidad de conocer a doña Yaya, sino recién ahora que me llevó un par de amigos cuyos nombres empiezan con A.
Doy por sentado que se accede a esa casa por invitación o, mejor dicho, como quien visita a viejos conocidos o a un familiar. Nadie abre las puertas de su hogar a un extraño, así que resultaría infructuoso tocar la alta puerta de madera con incrustaciones metálicas. Cualquier extraño simplemente no entraría.
Para cuando las puertas de la media docena de antros que hay en esa cuadra en el centro de la ciudad empiezan a abrir para hacer la limpieza, el portón de la casa de doña Yaya ha cerrado horas antes.
Desde la calle, en una ventana abierta y protegida con barrotes de hierro forjado se lee un letrero que anuncia un bazar. Se ve ropa colgada, así como diversos objetos en venta. Es una pequeña estancia que antes fue la sala de la casa.
Solo sirven mezcal y cerveza. No hay música, tampoco gritos ni improperios, solo charlas sosegadas, a media voz, pues se está en una casa habitada por mujeres.
La primera vez que fui, hace ya meses, nos sentamos en sillas inmediatamente después de cruzar el umbral de la entrada, bajo un techo abovedado que desemboca en un pequeño patio donde hay una pileta empotrada a la pared y rodeada de un pequeño jardín.
Para ir al baño hay que cruzar ese patio sobre un corredor. Se pasa delante de dos habitaciones cuyas puertas están abiertas y se ven las camas. Luego, a la izquierda la entrada de una cocina, seguida del comedor. Al fondo está el baño, junto al lavadero. Es el único baño de la casa.
En ese segundo patio hay una escalera de cantera que llevan a una habitación en la segunda planta. Al parecer esa parte está deshabitada. No se si halla más habitaciones o solo sea una.
En la segunda ocasión, literalmente entré hasta la cocina y de ahí al comedor. Ya Alfredo nos esperaba. Nos sentamos en la desgastada mesa del comedor. Del trinchero Abel sacó tres caballitos de vidrio. Nos sirvieron un marrito de mezcal y una cerveza por cabeza. Al centro, un plato con limones cortados por la mitad para quien quisiera.
Antes de terminar la primera ronda llegó doña Yaya acompañada de una niña de unos tres años, hija de la señora que ayuda a la dueña de la casa. Me presentaron con ella y por mi apellido recordó a mi abuelo Fortino Torrentera, quien viviera en la tercera calle de Porfirio Díaz, a escasas dos cuadras de donde estábamos. Doña Yaya venía de misa. Era domingo.
Amable, doña Yaya se sentó en la cabecera del comedor y nos escuchó un rato; contestó a algunas preguntas y le pedí que si podría tomarle una fotografía a la que accedió diligentemente. De noventa años, doña Yaya está perfectamente lúcida y proviene de una familia de abolengo. Su trato, su manera de hablar, delatan una esmerada educación.
La casa, al paso de los años se ha deteriorado. Es verdad, se advierte cierto abandono por falta de mantenimiento pero justamente eso hace más memorable el lugar. Al traspasar la puerta pareciera que se retrocediera en el tiempo y se instalara en una época donde recuerdos previamente seleccionados la doraran, como si en realidad los tiempos pasados hubieran sido mejores.
Supongo, o quiero creer, que más que negocio, doña Yaya abre la puerta de su casa para tener una ocupación y, de paso, pero en segundo término, obtener un ingreso. Nada mal si a cambio se recibe un servicio extraordinario.
Ahora la algazara, el tumulto me parecen abominables. Así que un lugar con estas características se asemeja a un paraíso, donde la charla fluye y la memoria aflora con cada palabra que pronuncia el interlocutor.
Esa casa, en medio de antros para jóvenes bulliciosos, se convierte en un remanso, en un escape al tráfago de la calle cuyos ruidos desaparecen tan pronto se cierra el portón. Se respira un ambiente de tranquilidad. En una palabra, como si se estuviera en casa, sin el inconveniente de soportar a la familia.

lunes, 8 de agosto de 2011

Mezcal

El número 36 de la calle oscila entre las dos pequeñas hojas de la puerta destartalada por el vaivén de la luminaria. Sobre un fondo rojo, la fachada está cruzada por rayas azules. Una estantería se adivina apenas.
Al traspasar el umbral el hombre, enceguecido, masculla un “buenos días” que se repite como un eco agudo pronunciado por una mujer que surge del fondo del lugar. Nictálope a fin de cuentas, el hombre se adentra maravillado por la disposición del tendejón–cantina. Invitado por la propietaria se sienta en una silla de madera grasienta frente a una mesa desgastada. En el oscuro rincón, el anafre calienta la madrugada que se escurre por la ventana y puerta desvencijadas.
En la estantería, las botellas destellan policromas cuando un tenue haz polvoso de luz las atraviesa. Unas reverdecen: ruda, cedrón, hierba maestra, damiana; otras enrojecen: cuachalalá, granada, tejocote; en la esquina, una botella adquiere una tonalidad ambarina: cáscara de naranja; otra más simplemente se ennegrece: chabacano; las más, claras, transparentes, de mezcal puro, resplandecen. La mirada oblicua del parroquiano advierte los matices del gayado. Las botellas agávicas estallan en colores.
Impelido por la sed y la atracción que le provoca el lugar, pide un mezcal.
—¿Cómo lo quiere? ¿Blanco o curado?
— Quiero un mezcal que cure –ataja.
Con una sonrisa, la mujer se dirige al mostrador. Un largo bostezo a sus espaldas lo sobresalta. Emergiendo del sopor etílico, un viejo se despabila y repite, entre eructos: un mezcal que cure.
Carmen, propietaria del lugar, llega con dos pequeños vasos. Coloca uno frente al parroquiano y vierte mezcal hasta casi llenarlo. El perspicuo líquido forma una cadena de burbujas en los bordes que una a una van desapareciendo. Si no fuera por su congénita anosmia, podría percibir el explosivo olor del mezcal que se esparce en la estancia penumbrosa.
Con temblorosa mano el hombre levanta la copa. A contraluz la sustancia adquiere matices tenues e insospechados. Moviendo la copa lentamente, el líquido se adhiere a las paredes cristalinas resbalando y dejando una capa grasa apenas perceptible. El hombre se prepara a recibir el primer trago. Cierra fuertemente los ojos mientras el áspero sabor invade el paladar, las papilas gustativas se contraen, la garganta siente la ígnea bebida resbalar y finalmente el estómago se incendia y revoluciona. El escozor agridulce traspasa, como una espada, al hombre. La vida despierta después del primer trago.
El torpor parece menguar. Con las manos aún tumefactas juega con la sal y las mitades de limón que recién colocó la dueña en su mesa. Exprime dos gotas de un hemisferio cítrico que impregna de sal y, al momento que pretende llevárselo a la boca, el viejo lo detiene, primero, con un carraspeo.
— No señor, el buen mezcal se toma puro.
Con dificultad, con la copa en mano, el hombre se vuelve. La expresión extraviada del viejo sorprende al viajero. La abotagada faz oscura luce una pequeña protuberancia en el nacimiento de su nariz; la boca con dientes amarillentos en contracción semeja una sonrisa que le saluda.
— No sé de cuando acá se tiene la costumbrita de servir el mezcal con limón y sal de chile con gusano de maguey, pero desde que yo tengo memoria el buen mezcal se toma puro y el buen mezcal siempre es cristalino, desconfíe usted de los curados porque en muchas ocasiones se pretende confundir el gusto de las plantas o las frutas con un mal mezcal. Dice el viejo al tiempo de alzar la copa para brindar en silencio.
—Salucita
—Salud –contesta el visitante quien imita al inesperado compañero de cantina. Los hombres se mantienen callados, estudiándose.
—¿Otro traguito don Carlos? –interrumpe la señora Carmen que levanta el delantal para secarse las manos.
—Sí, ¿qué se le va a hacer? –responde el viejo, quien se levanta de su lugar y se sienta frente a la mesa del extranjero a quien también escancia una ración.
Después del primer trago, el inglés ha recorrido fascinado la estancia. La vieja estantería de madera no sólo contiene las varias botellas de mezcal, también se exhiben productos de distinta especie y disímil uso y procedencia.
—De todo un poco, resume la señora Carmen a las interrogantes mudas del inglés.
—Otro chínguere, míster –ordena y pregunta la solícita mujer que escancia dos raciones de mezcal en vasos de cristal de veladora.
Los hombres brindan en silencio.
De la puerta de la accesoria que da al patio interior se filtra una corriente cálida. El canto de los pájaros enjaulados destella anunciando la mañana.

viernes, 5 de agosto de 2011

Cantinas, un acercamiento al alma

Pues mi voluntad es en la taberna morir
y que el vino esté cercano a mis labios moribundos…

Carmina Burana


Tras cruzar el umbral se entra a un terreno inesperado, donde se concentra la ciudad y sus habitantes. La cantina es reflejo de la ciudad y, por tanto, de su cultura. Pero más allá de eso, la cantina es territorio en donde todo ocurre, un microcosmo en donde lo que sucede, acontece intensamente. Espacio donde las pasiones humanas se desbordan y se extremizan; donde la banalidad adquiere connotaciones trascendentes y lo significativo se trivializa; un sitio donde el odio se sublima y el amor es obsesión; lugar donde los sentimientos se obcecan y las ideas lindan con la genialidad.
En otras palabras, la cantina es crisol donde lo humano pierde lo terrenal para abismarse en un sacro infierno en el que no cabe la redención y, sin embargo, es refugio para la espiritualidad y un remanso intelectual. Donde la racionalidad adquiere connotaciones mistéricas y la irracionalidad se trasmuta en experiencia profana.
La cantina nunca pasa de moda. Y, como en todo, hay de cantinas a cantinas. Muchas desaparecen y con el tiempo renacen, otras cambian para adecuarse a los nuevos tiempos pero básicamente tienen los mismos elementos: mesas, barra, estribo, botellas, botanas, espejos, carteles, ceniceros (ya en muchas cantinas no se permite fumar para estar a la altura de lo políticamente correcto), televisores, meseros y parroquianos. Pero como todo habituè sabe, es mucho más que eso. ¿Qué es exactamente eso que distingue una de otra cantina? ¿Por qué unos profieren una y otros aquella? ¿Cómo llega a crearse una cofraternidad entre parroquianos?
Pues bien, en esta columna hablaremos de los lugares, y de sus personajes, de anécdotas y alguna que otra reflexión ébrica en torno a este territorio a veces hostil muchas veces gratificante pero siempre inaprensible. Por ahora, tomemos del libro Oaxaca de mis recuerdos de Carlos Velasco Pérez escrito a principios del siglo pasado, una anécdota pero antes un apunte:
En su libro de memorias, don Filo –protagonista de la anécdota que mencionaremos a continuación– lo envía de compras:
–Ve por el carbón y ocote para que pongamos café. Compras para ti dos hojaldritas y de La Forola te traes un marrazo de veinte vitos, con este peso de plata.
Poco después, en la memoria novelada que por momentos recuerda al Lazarillo de Tormes y más a las aventuras de La vida inútil de Pito Pérez, relata:

A los pocos minutos estábamos cerca del zócalo, pero al llegar a la esquina, quiso desviarse a la izquierda, por el rumbo del mercado, y como adivinara yo que deseaba irse a las cantinas que por ahí abundan, lo jalé hacia la derecha en donde estaban los puestos de nieve.
–No hagas berrinche y aguanta la muleta. Vete a la plaza a gastarte tus quince vitos –añadió– mientras se introducía en la primera cantina que encontró en el portal de la Alhóndiga, hoy desaparecido.
(...)
Como consideré que era llegada la hora para retirarnos a casa, me introduje en la cantina para decirle a mi amo que debía descansar para estar listo para el “trabajo” del día siguiente, y cuál no sería mi sorpresa, cuando al asomarme en la taberna, lo hallé bailando en medio de las carcajadas de los beodos que le rodeaban.
–Ahora baila Las Libélulas –gritó un hombre que pistola en mano lo obligaba a ejecutar aquel remedo de ballet.
Supuse que él protestaría y en forma viril rehusaría a la insinuación de seguirse exhibiendo, pero no lo hizo y siguió ejecutando las órdenes de aquel borracho que acariciando la cacha de su pistola se entretenía con los compases de don Filo.
–¡Orale tu llope. Vete a ver si ya puso la cucha! Exclamó el pistolero al advertir que intentaba llevarme al bailarín.
–Es que ái vienen los cuicos, no sea que se lo vaigan a llevar al tarro –respondí.
–¡Diles que se vayan a visitar a su agüela, porque de aquí no sale naiden si antes no hace lo que yo ordeno –contestó.
–¡Ya! Ni que juera usté Tata Dios –le contesté.
–Pues para que te arda, has de saber que si Dios Padre entra aquí a Dios Padre mato, y órale, sigue bailando viejo puto –dijo a mi amo- y éste obedeció, haciendo contorsiones ridículas, mientras los demás –que supongo ya habían ejecutado sus números–, tarareaban aquella tonada, que según el fanfarrón pistolero, se llamaba Las Libélulas.
Con gran sigilo salí del local en busca de un gendarme, pero el único tecolote maldito que estaba en la esquina con una linterna en la mano, no respondió a mi petición de auxilio, pues según él, la policía jamás comete allanamiento de morada ni atenta contra la libertad de los ciudadanos que andan armados. Además, don Ruperto Tepalcates –dizque así se llamaba el empistolado– sólo se estaba divirtiendo y que era inofensivo como un guajolote atarantado.
Por desgracia el autor, ya fallecido, no menciona el nombre de la cantina en cuestión, sin embargo retrata fielmente las costumbres de un Oaxaca ya desaparecido irremediablemente.

jueves, 4 de agosto de 2011

Susy

Casi esquina de Guerrero y Xicoténcatl se ubicaba el bar de Susy, atendido por una espléndida y excelente persona que durante años atendió a toda una generación de periodistas, trovadores y trasnochadores: bohemios, pues. Susy fue una especie de manto protector para quienes en aquella época iniciábamos en el periodismo y aún soñábamos con escribir un libro y reinventar el periodismo; era una época en donde los sueños se veían tan lejanos como ser reportero de una periódico nacional o, más fácil, entre comer o irte a dormir con la tripa vacía.
Sí, era una época de máquinas de escribir y la tecnología editorial disponible en esa época era, sino obsoleta, bastante atrasada con respecto a la capital del país, no se diga de Estados Unidos.
No, no existía lo que a todo mundo parece cosa de todos los días. Siendo reportero, en aquella época, enviar un despacho a un periódico nacional, como corresponsal era mediante el sistema telegráfico, servicio que contaba únicamente la oficina de prensa del gobierno del Estado. La otra vía, “secreta”, era telefónica: tenías que dictar palabra a palabra y aún así había interferencias.
Después vino el telefax: un invento que asombraba. Ni soñar con computadoras personales ni, mucho menos con Internet. Pensar en eso en aquella época era tanto como una locura y eso que habíamos leído a los autores del nuevo periodismo: Wolf y los que propiciaron la caída de Nixon, o Truman Capote o, por qué no a Monsivaís, Pacheco… etc.
Por aquella época, hace unos 25 años, Oaxaca era diferente. Yo no conocí Los Pinitos –recuerdo que solo en una ocasión entré para ver el interior, no como consumidor y, mucho menos como cliente: era estudiante de secundaria-, que también funcionaba por la noche, hasta el amanecer.
Pero con Susy, ahí, más que en las redacciones de los diarios o las conferencias de prensa, conocí a la vieja guardia del periodismo: Benito García, Pedro Piñón Rustrián, Felipe Sánchez, Ismael Sanmartín o bien de mi generación que ahora son ricos u otros perdidos en lontananza. Perdón por no mencionar a todos pero la lista es larga y excluirlos me resulta verdaderamente penoso. En otra ocasión hablaré de esa generación de la cual muchos han partido y, claro, otro son exitosos, considerando el éxito como una palanca hacia la felicidad.
Decía, pues, que Susy era un oasis en medio de un desierto de sobriedad nocturna; parada obligada de todo noctívago, espacio donde la noche no era más que la prolongación de una farra interminable solo pausada por las necesidades laborales.
Con Susy, las diferencias ideológicas de las diversas organizaciones gremiales de periodistas quedaban zanjadas. Si en algún momento alguien pretendía llevar esas diferencias al terreno de los golpes, la voz dulce de Susy apaciguaba a los rijosos que, finalmente, terminaban tomando una copa en la misma mesa o en una contigua. De cualquier manera secundarían en la misma barca, en la misma mesa.
Y es que en esa época había tres organizaciones reporteriles: La Asociación de Periodistas de Oaxaca, Organización de Periodistas Independientes de Oaxaca y Redactores de Prensa. Las diferencias eran, por supuesto, una quimera pero nos las creíamos para beneplácito de los dueños de los diarios que veían en esa lucha fraticida la oportunidad para que no nos organizáramos para fundar un sindicato de periodistas. Un sueño que no se logró ni creo que se logre. Como dije, era otras épocas donde aún perduraba lo que ahora sabemos que es una entelequia.
Con Susy se llegaba a cenar un mondongo o una tlayuda; tomar cerveza o algún licor. Hasta podríamos llevar nuestras propias botellas, claro, pagando el descorche. Si alguien quedaba dormido después de una prolongada sesión etílica, que duraba a veces varios días, Susy lo cuidaba.
Coincidían también funcionarios públicos que por esa época iniciaban como tales y que hoy están encumbrados y muchos más han pasado al olvido; otros funcionarios de alto nivel también llegaban y era inevitable continuar la fiesta hasta que rayara el sol.
En una ocasión y no recuerdo quién era el presidente municipal en aquella época, la autoridad decidió clausurar el bar de Susy. Recuerdo, eso sí, que independientemente de la organización a la que estuviéramos adscritos, los periodistas hicimos frente común para impedir que se cometiera tal sacrilegio y con ello a contribuir a la impunidad que hoy padecemos todos los mexicanos. Desde luego, el lugar no cerró. Solo después el asesinato de Manuel Buendía concitó la unión gremial. Si algo deben los periodistas es que nos conocen a pesar nuestro.
Firmar una nota para pagar en la quincena era común; ir a rematar y pedir fiado era recurrente. Nunca hubo un no. Susy aconsejaba, estaba al tanto de las vicisitudes de los periodistas, de los trovadores que llegaban después de dar serenatas. Era, en cierto sentido, como una madre.
Cuando murió, muchos reporteros la acompañamos a su entierro. Como desde entonces hago, al término del funeral, acudimos a Caminito al cielo, una cantina a media cuadra del Panteón General y que merece otra historia. Siempre recomiendo los lugares a donde he ido, no por mí, sino porque antes, otros, viejos, me han llevado.
Salud por Susy.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Los vaivenes políticos provocados por la velaría

Los edificios públicos, los monumentos, son símbolos de poder. Y llegan a alcanzar la categoría de epónimos. Piénsese tan solo en la torre Eiffel en París o la estatua de La Libertad en Nueva York. En la ciudad de México al monumento a la Revolución o la Diana Cazadora o el Ángel de la Independencia. Quizás en Oaxaca, lo sería la estatua de Benito Juárez en el cerro de El Fortín, de las cuales hay dos copias más en otras entidades del país o, ¿por qué no, el árbol de El Tule? Independientemente de las zonas arqueológicas de Mitla o Monte Albán.
Un mandatario, un tirano, un general, un estadista construye obras monumentales para que se le recuerde en la posteridad. Baste recordar las Siete Maravillas del mundo antiguo para comprobar este aserto. Nuestros aldeanos gobernantes no se quedan atrás y, por ejemplo en el caso de Heladio Ramírez López, hace construir la Ciudad de las Canteras, el estadio Benito Juárez y la zona recreativa El Tequio. Otro mandatario, antes, hizo construir el auditorio Guelaguetza, quizás las obras más grandes construidas en los últimos años. Ulises Ruiz no se queda atrás y construye las ciudades Administrativa y Judicial (obras, no obstante que están por pagarse).
Además, sobre lo ya existente, el anterior gobernador mandó construir lo que algunos llaman velaría (un término comercial de reciente acuñación) que implica techar el mencionado auditorio. En términos estrictamente prácticos, tal techumbre solo se utilizará cuatro veces al año (la representación de la Guelaguetza) y su costo, por tanto, no se justifica. Podrían aducir que el armatoste se va a alquilar para espectáculos de cualquier tipo, sin embargo eso implicaría que el gobierno estatal financia a los promotores de conciertos y espectáculos masivos.
Sin embargo más allá de tales consideraciones (que por supuesto no deben echarse en saco roto pues hay quienes apoyaron la campaña de Gabino Cué y se dedican a traer “artistas”), lo desastroso de esa obra –tanto en el sexenio pasado, como en el actual- es que se hizo a las espaldas de la sociedad.
Ruiz Ortiz se caracterizó por llevar a cabo obras pesar de tener en contra la opinión pública: un ejemplo claro de ello fue la remodelación de la Plaza de Armas más conocido como Zócalo. Lo mismo hizo, con la oposición de un importante grupo de intelectuales, arquitectos y otros `profesionistas, incluidos profesores, para techar el auditorio ya aludido.
Pasemos por alto tal ofensa a la inteligencia de la opinión pública y el desprecio a la democracia que fueron cotidianos en la administración pasada y veamos lo que implica la culminación de esa obra por parte del actual mandatario, Gabino Cué.
Como mencioné antes, toda obra monumental tiene como fin último y como propósito primero el perpetuar en el imaginario colectivo el recuerdo de un mandatario (sea estadista o dictador) y en ese sentido puede reconocerse, por obvias razones, que esa era la intención de Ruiz Ortiz: solo que a éste no le dio tiempo de terminar la obra y quedó inconclusa.
Así la recibió Gabino Cué, luego de su triunfo electoral. Lejos de deshacerse del armatoste en cuestión, el mandatario continuó la obra a pesar de las protestas de varios sectores de la sociedad. Gabino nunca vio lo que representaba terminar la obra de su antecesor; es decir, no solo las implicaciones políticas, sino de símbolo. Y con ello, frente a la sociedad se despojó, simbólicamente hablando, de poder. Un harakiri político, lo que denota que el mandatario no es político, mucho menos estadista.
Ahora ha dicho, luego de la innecesaria inversión para culminar la obra, que se podrá en consulta popular su permanencia o bien su desmantelamiento. Pero no recula para recuperar un espacio de poder, sino para quitarse las críticas que le han caído desde que decidió que se construyera la velaría.
La velaría, más que el viento, ha provocado un vaivén político en la actual administración y lo peor de todo es que no saben qué va a ocurrir. Es obvio que la consulta arrojará algo que los oaxaqueños desde un principio se pronunciaron: un rotundo no.
El problema es el siguiente: aún cuando la consulta avale la permanencia de la velaría, el costo político (además del inherente a la preparación de la consulta en sí) será impactante y, en caso de que se rechace, el costo económico será doble: la inversión que se hizo previamente y el costo de su culminación, además del antes ya mencionado, es decir la preparación de la consulta.
En una entidad como la nuestra, donde las carencias son profundas y el rezago es histórico, cualquier decisión que tome el mandatario local será contraproducente. En buen brete lo colocó Ulises Ruiz y en una situación espinosa se colocó el propio Cué Monteagudo.

martes, 2 de agosto de 2011

Rituales tabernarios

Entrada

En el entrar está el salir. Si se ingresa con paso titubeante, trastabillante será la salida. Hay quien cruza el umbral de la cantina con paso soberbio, empujando las puertas batientes con altanería y, con aire de perdonavidas, mira a su alrededor; usualmente terminan durmiendo sobre la mesa. Hay quien antes de entrar mira a todos lados, pretende pasar inadvertido; a la salida, tambaleando, se apoya en la pared de la taberna a la vista de todo mundo.
Hay quien entra casi corriendo: son los que van al baño. No tienen estilo para entrar. No falta, desde luego, aquel que se queda parado largo tiempo en la entrada saludando a un transeúnte. Otros entran y salen a cada rato, ya para hablar por su celular, ya para reportarse en sus negocios, en todo caso ostentando su condición ébrica.
Aquel entra cabizbajo, humilde, con rostro asutadizo. Preguntará al cantinero qué sucedió un día antes. Regresa por las noticias de ayer… en la que fue protagonista.

Sentarse

Elegir el lugar dónde sentarse es fundamental. Muchos titubean al momento de escoger mesa. Algunos jalan la silla para llamar la atención. Ellos alzarán las voces pasadas las tres copas.
Siempre hay que sentarse dando la espalda a la pared y mirando a la entrada, es el consejo sabio de un sicario. No deja de ser práctico aún por aquel que presuma de no tener enemigos.
Los solitarios, los que solo entran a tomar una copa, aquellos que esperan a un amigo, los que buscan ser escuchado por el cantinero -que muchos consideran consejero de cabecera-, ellos prefieren la barra. Aquel prefiere estar parado y usar el estribo para apoyar los pies alternativamente; el otro, sentarse en el banco para leer el periódico.

Pedir

Alzar la mano, gritar, silbar, chasquear la lengua son formas indistintas para llamar la atención del mesero para que sirva otra tanda, exigir botana, requerir la cuenta… la manera de pedir es como puede catarse la idiosincrasia del parroquiano.

Tomar

Es lugar común y hasta necedad decir que en la medida en que se toma, la persona cambia. No puede ser de otra manera puesto que se toma para emborracharse. Hay, claro, distintos niveles de ebriedad, según la costumbre de beber del susodicho.
Si se toma de un solo trago una bebida, preferentemente tequila o mezcal, las consecuencias son obvias: si no eres un formidable bebedor –que los hay, qué duda cabe-, al cuarto o sexto trago caerás.
Otro prefieren tomar sorbo a sorbo; otros con “tragos gordos”… en fin, cada quien tienen sus preferencias y manías. No falta quien tome directamente de la botella, aunque es un espectáculo poco probable de ver en los bares.
A la tercera o cuarta copa no falta quien escupa al suelo constantemente. Hay quienes se manchan la camisa cuando comen su botana, tiran vasos y cigarrillos.
Aunque no frecuente, hay quien engola la voz y empieza a recitar.

Las formas de los borrachos

Fray Bernardino de Sahagún cuenta en su Historia general de las cosas de Nueva España algo que todos hemos visto, pero dejémoslo en sus palabras:
A algunos borrachos por razón de signo que nacieron, el vino no les perjudicial o contrario. En emborrachándose luego se caen dormidos o pónense cabizbajos, asentados y recogidos: ninguna travesura hacen o dicen, y otros comienzan a llorar tristemente y a sollozar, y córreles las lágrimas por los ojos como hilos de agua. Otros luego comienzan a cantar, y no quieren oír hablar cosas de burlas, mas solamente reciben consolación en cantar. Otros borrachos no cantan, sino luego comienzan a parlar, y hablar consigo mismos, o a infamar a otros, o decir algunas desvergüenzas contra algunos, y a entonarse y decir ser de los principales honrados, y menosprecian a todos, y dicen afrentosas palabras, y álzanse y mueven la cabeza, diciendo que son ricos, y reprendiendo a otros de pobreza, y estimándose mucho, como soberbios y rebeldes en sus palabras, y hablando recia y ásperamente, moviendo las piernas y dando de coces; y cuando están en su juicio, son como mudos y temen a todos, son temerosos y excúsasanse con decir “estaba borracho, no se lo que dije”; sospechan mal, y hácense sospechosos y mal acondicionados: entienden las cosas al revés, y levantan falsos testimonios a sus mujeres, diciendo que son malas, etc., y si alguno habla, piensa que murmura de él; si alguno ríe, piensa que se burla de él, y así riñe con todos sin razón, y sin tener por qué.

lunes, 1 de agosto de 2011

Beber en La Habana

A Virgilio, in memoriam

Subirse a un destartalado avión soviético invita a beber compulsivamente para conjurar cualquier desperfecto. Una bolsa de aire, una turbulencia, es señal para levantar la mano y llamar a la azafata que, con sonrisa impaciente, sirve un nuevo trago de ron. Es saludable llegar borracho a cualquier país que visites por primera vez.
La vista nocturna de La Habana en pleno vuelo es inigualable pero también aviso para pedir el último trago en preparación psicológica al aterrizaje. Un aeropuerto internacional digno es aquel que tiene un bar abierto las 24 horas del día. Llegamos en la madrugada: salas desiertas, puertas cerradas.
Después de instalarme parto inmediatamente a las bulliciosas calles de La Habana Vieja. En la calle Obispo centellean sobre las mesas de pequeños bares los vasos aquilatando rones. El fantasma de Guillermo Cabrera Infante nunca se despegará de mi. Anagramatizo mi situación en mi nombre: resurtir etanoles: rones tertuliares.
Un extranjero no pasa inadvertido, un mexicano, menos. Las jineteras a todo galope acechan y encuentran. El primer lugar que recuerdo que visité fue La lluvia de oro; rones y sones es la perfecta combinación en un ambiente tan peculiar.
Poco a poco, trago a trago, la euforia se disipa y se devela una ciudad en ruinas, donde la pobreza es palpable y la falta de lo indispensable para los isleños es evidente, no así para los turistas que, con dólares, la vida es más sabrosa.
La mejor cerveza local es Cristal y es inconsegible para los cubanos quienes tienen que conformarse con un remedo de cerveza: un jarabe de melaza indigerible que se expende en auténticos tugurios, donde la negrada se reúne a emborracharse para olvidarse de su triste situación más que para convivir.
Con todo, después de algunas copas de ese compuesto, se llega a disfrutarlo, más por la compañía que por el sabor. Algunos cubanos me miran extrañados de que entre a ese lugar reservado para los nacionales y no esté, como se imaginan, en El Tropicana, al que quise visitar pero preferí pueblear.
Visité un centro nocturno, El Comodoro, donde es fácil perderse. En la barra, una mulata advirtió que era extranjero y preguntó de dónde era. Al saber mi nacionalidad de inmediato me dijo: si quieres te presento a una rubia de ojos azules. Inquirí el por qué. Es que todos los mexicanos prefieren a las rubias, me respondió. Para demostrar que era la excepción de la regla, pasé la noche con esa excepcional mulata, invitándole copas y más copas.
Pedí daikiri que, como dice el personaje de Tres tristes tigres es “la bebida nacional en Cuba (...) una especie de batido de helado con ron, que está bien para el calor de Cuba”
Por supuesto fui a La bodeguita de en medio, célebre por Ernest Hemingwey; también al Floridita.
Conocí la casa y estudio de Korda, el fotógrafo que inmortalizó la efigie de Ernesto Che Guevara y que todo mundo porta en playeras, letreros, posters y anuncios de todo tipo. Korda, también prototipo del fotógrafo Kodak en Tres tristes tigres.
Korda que semanas después fallecería en París y que me contó de sus andanzas con Cabrera Infante cuando, antes de la Revolución, iban a cubrir información de sociales para el periódico La Nación, uno a reseñar, el otro a retratar a famosos y la élite habanera.
Korda que sirviendo ron me mostrara recortes, hojas y periódicos de aquella lejana época y contándome las desavenencias con Cabrera Infante quien se autoexilió en Londres y fue un duro crítico del régimen castrista.
Korda que ron en mano diestra y en la siniestra recorriera páginas de vetustos periódicos recordando la Cuba batistiana, los lujosos hoteles, la vida cultural y bohemia, la entrañable amistad con Cabrera Infante a quien consideraba traidor pero que no obstante lo extrañaba.
Korda firmándome un billete cubano con la efigie del Che captada por él mismo durante un sepelio, cuyo negativo me muestra como un tesoro y contándome que una copia de esa foto firmada por él la vende en 100, 200... dólares: según el sapo es la pedrada, como decimos aquí.
Y luego en el bar del hotel Nacional donde forzosamente hay que mostrar el pasaporte y donde, para comenzar el día, hay que tomar cerveza Corona. Después visitar el barrio chino y ser asediado por jineteras y jineteros. Un joven habanero me lleva a su casa, un departamento decrépito en un edificio a punto de venirse abajo.
Y es el el hablar habanero lo que me subyuga y entiendo hasta entonces cuando Cabrera Infante -mi Virgilio en La Habana, ese tórrido paraíso infernal- decía que hay que leer su novela en habanero: incesante, prolijo, recortado, intraducible.
Y en medio de las ruinas revolucionarias, de monumentos con pátina de abandono; entre habitantes que en cada turista ven una presa, abandono La Habana decepcionado del estado de cosas que veo y a un tiempo contagiado de la alegría que, pese a todo, exultan los cubanos.
Me registro en el aeropuerto, compro algunas botellas de ron para regalar. En el avión, con nostalgia mirando la isla pido a la azafata un trago de ron. No hay nada más saludable que llegar borracho a tu país para mitigar la tristeza que te rodea.
utorrentera@hotmail.com