viernes, 5 de agosto de 2011

Cantinas, un acercamiento al alma

Pues mi voluntad es en la taberna morir
y que el vino esté cercano a mis labios moribundos…

Carmina Burana


Tras cruzar el umbral se entra a un terreno inesperado, donde se concentra la ciudad y sus habitantes. La cantina es reflejo de la ciudad y, por tanto, de su cultura. Pero más allá de eso, la cantina es territorio en donde todo ocurre, un microcosmo en donde lo que sucede, acontece intensamente. Espacio donde las pasiones humanas se desbordan y se extremizan; donde la banalidad adquiere connotaciones trascendentes y lo significativo se trivializa; un sitio donde el odio se sublima y el amor es obsesión; lugar donde los sentimientos se obcecan y las ideas lindan con la genialidad.
En otras palabras, la cantina es crisol donde lo humano pierde lo terrenal para abismarse en un sacro infierno en el que no cabe la redención y, sin embargo, es refugio para la espiritualidad y un remanso intelectual. Donde la racionalidad adquiere connotaciones mistéricas y la irracionalidad se trasmuta en experiencia profana.
La cantina nunca pasa de moda. Y, como en todo, hay de cantinas a cantinas. Muchas desaparecen y con el tiempo renacen, otras cambian para adecuarse a los nuevos tiempos pero básicamente tienen los mismos elementos: mesas, barra, estribo, botellas, botanas, espejos, carteles, ceniceros (ya en muchas cantinas no se permite fumar para estar a la altura de lo políticamente correcto), televisores, meseros y parroquianos. Pero como todo habituè sabe, es mucho más que eso. ¿Qué es exactamente eso que distingue una de otra cantina? ¿Por qué unos profieren una y otros aquella? ¿Cómo llega a crearse una cofraternidad entre parroquianos?
Pues bien, en esta columna hablaremos de los lugares, y de sus personajes, de anécdotas y alguna que otra reflexión ébrica en torno a este territorio a veces hostil muchas veces gratificante pero siempre inaprensible. Por ahora, tomemos del libro Oaxaca de mis recuerdos de Carlos Velasco Pérez escrito a principios del siglo pasado, una anécdota pero antes un apunte:
En su libro de memorias, don Filo –protagonista de la anécdota que mencionaremos a continuación– lo envía de compras:
–Ve por el carbón y ocote para que pongamos café. Compras para ti dos hojaldritas y de La Forola te traes un marrazo de veinte vitos, con este peso de plata.
Poco después, en la memoria novelada que por momentos recuerda al Lazarillo de Tormes y más a las aventuras de La vida inútil de Pito Pérez, relata:

A los pocos minutos estábamos cerca del zócalo, pero al llegar a la esquina, quiso desviarse a la izquierda, por el rumbo del mercado, y como adivinara yo que deseaba irse a las cantinas que por ahí abundan, lo jalé hacia la derecha en donde estaban los puestos de nieve.
–No hagas berrinche y aguanta la muleta. Vete a la plaza a gastarte tus quince vitos –añadió– mientras se introducía en la primera cantina que encontró en el portal de la Alhóndiga, hoy desaparecido.
(...)
Como consideré que era llegada la hora para retirarnos a casa, me introduje en la cantina para decirle a mi amo que debía descansar para estar listo para el “trabajo” del día siguiente, y cuál no sería mi sorpresa, cuando al asomarme en la taberna, lo hallé bailando en medio de las carcajadas de los beodos que le rodeaban.
–Ahora baila Las Libélulas –gritó un hombre que pistola en mano lo obligaba a ejecutar aquel remedo de ballet.
Supuse que él protestaría y en forma viril rehusaría a la insinuación de seguirse exhibiendo, pero no lo hizo y siguió ejecutando las órdenes de aquel borracho que acariciando la cacha de su pistola se entretenía con los compases de don Filo.
–¡Orale tu llope. Vete a ver si ya puso la cucha! Exclamó el pistolero al advertir que intentaba llevarme al bailarín.
–Es que ái vienen los cuicos, no sea que se lo vaigan a llevar al tarro –respondí.
–¡Diles que se vayan a visitar a su agüela, porque de aquí no sale naiden si antes no hace lo que yo ordeno –contestó.
–¡Ya! Ni que juera usté Tata Dios –le contesté.
–Pues para que te arda, has de saber que si Dios Padre entra aquí a Dios Padre mato, y órale, sigue bailando viejo puto –dijo a mi amo- y éste obedeció, haciendo contorsiones ridículas, mientras los demás –que supongo ya habían ejecutado sus números–, tarareaban aquella tonada, que según el fanfarrón pistolero, se llamaba Las Libélulas.
Con gran sigilo salí del local en busca de un gendarme, pero el único tecolote maldito que estaba en la esquina con una linterna en la mano, no respondió a mi petición de auxilio, pues según él, la policía jamás comete allanamiento de morada ni atenta contra la libertad de los ciudadanos que andan armados. Además, don Ruperto Tepalcates –dizque así se llamaba el empistolado– sólo se estaba divirtiendo y que era inofensivo como un guajolote atarantado.
Por desgracia el autor, ya fallecido, no menciona el nombre de la cantina en cuestión, sin embargo retrata fielmente las costumbres de un Oaxaca ya desaparecido irremediablemente.

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